domingo, 11 de diciembre de 2011

Hay semanas en las que por mucho que sepas que un cuento tiene que empezar por un principio, no consigues nada que se adapte a lo que realmente tienes tú en la cabeza. Mis musas siempre han ido por libre, se adaptan a mi, o yo a ellas y al final tan sólo consigo verter palabras a borbotones en un papel sin ningún tipo de sentido, de historia, de personajes. Son como yo, caóticas y sin ningún sentido, y se enfadan cuando la respuesta que consiguen en su realidad no es la que habían imaginado en sus pensamientos. De ahí que todo el refranero popular consiga obtener leyes extrañas en mi vida; o que sea capaz de adaptar todo un año de anécdotas y sentimientos, con frases de Sabina, buenas o malas según la ocasión; crueles y amargas si llueve, nostálgicas si hace frío y esperanzadoras si el paisaje es lo suficientemente evocador. Tampoco es para tanto, en la mayoría de las ocasiones yo siempre vería el vaso a rebosar. Dice Calderón de la Barca (más bien decía) que el peor de los sentimientos es el de tener la esperanza muerta. Más que una frase, esa casi sería una sentencia: una sentencia de vida bastante peor que no existir, porque no habría musas, esperanzas, imaginación con respuestas ni sin ellas, y no podría escribir en ningún lado ningún tipo de apunte, ya que nunca imaginaría algo sin existir la posibilidad de que se cumpliese; y sin esperanza no habría palabras ni cuentos: todo se habría terminado. Siempre escribo en noches de lluvia. O cuando estoy triste. Siempre escribo cuando lo veo todo muy lejos, muy pequeñito. Será que si hace sol, la inspiración se marcha a la playa. Y escapa lejos. Porque para tener esperanza, tiene que estar una de las dos. Por eso cuando hace sol, ella se toma unas vacaciones y me deja a mí los asuntos de fé. Y afortunadamente cuando soy yo la que olvida la esperanza, vuelve la musa a recordarme que exagero, y que nunca nada termina hasta que se dice la palabra fin.

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